El turismo global ha alcanzado niveles sin precedentes. Lo que alguna vez fue sinónimo de descubrimiento y conexión cultural, hoy amenaza con desbordar ciudades, erosionar ecosistemas y alterar profundamente la vida de las comunidades locales. Desde Europa hasta Asia, pasando por América y Oceanía, hay destinos que han llegado a un punto crítico: simplemente no pueden recibir más visitantes sin comprometer su esencia.

Venecia, por ejemplo, ha tenido que implementar tasas de entrada para los turistas de día y limitar el acceso de cruceros. La ciudad, que alguna vez fue símbolo de romanticismo y arte, hoy lucha por preservar su patrimonio frente a una marea constante de visitantes. Ámsterdam enfrenta una situación similar: sus canales y barrios históricos están saturados, y las autoridades han lanzado campañas para desalentar el turismo desmedido.
En Asia, la isla de Borácay en Filipinas fue cerrada durante seis meses en 2018 para una rehabilitación urgente. El presidente la había calificado de “cloaca” tras años de turismo sin control. En solo un fin de semana, se llegaron a recolectar diez toneladas de basura en sus playas. Bali, Santorini, Phuket y Maui también figuran entre los destinos que han visto cómo su popularidad se convierte en amenaza.

En América Latina, Machu Picchu ha tenido que limitar el número de visitantes diarios para proteger su estructura milenaria. Torres del Paine en Chile enfrenta desafíos similares, con senderos erosionados y fauna desplazada por el exceso de turistas.
Frente a este panorama, surge una nueva narrativa: la del turismo consciente. Cada vez más viajeros buscan alternativas menos masificadas, donde la experiencia sea auténtica y el impacto, mínimo. En lugar de Barcelona, muchos optan por Girona; en vez de Santorini, descubren Milos; y quienes evitaban Machu Picchu por las multitudes, ahora exploran Choquequirao, su “hermana escondida”.

La clave está en cambiar el enfoque: dejar de perseguir los destinos más instagrameables y empezar a valorar los lugares que aún conservan su ritmo local, su equilibrio ambiental y su identidad cultural. Viajar ya no se trata solo de llegar, sino de cómo y por qué lo hacemos.
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